[forum-prof] Crise do rankeamento das universidades Renato colocar no blog
JOSE RIBAS VIEIRA
jribas at puc-rio.br
Sun May 1 10:30:45 BRT 2011
ELPAIS. Opinión 5 de 14 en Opinión anterior siguiente TRIBUNA: JOSÉ LUIS
PARDO
No me hables de Oxford
Los cacareados 'rankings' de universidades son como las listas de éxitos
populares. Pero la excelencia no es lo mismo. Los criterios de evaluación
basados en la rentabilidad son toda una amenaza
JOSÉ LUIS PARDO 01/05/2011
Por si fuera necesario, confieso de entrada mi admiración por
universidades como las de Harvard, Yale, Cambridge, Oxford, Berkeley,
París y otras, y añado que no solamente no tengo (ni he conocido a nadie
que tenga) reparo alguno en que las universidades españolas se parezcan a
las de esa lista, sino que estaría encantado de que así fuera, como
también me gustaría que España se pareciera en muchos otros indicadores a
los países en donde residen esas instituciones.
La noticia en otros webs
webs en español
en otros idiomas
Se pretende sustituir las universidades por "centros de producción del
conocimiento"
Da vergüenza juzgar a Pitágoras, Galileo o la teoría de la relatividad por
su 'competitividad'
Sin embargo, y por desgracia, a pesar de que el logro de este parecido fue
una de las coartadas para su implantación, no tengo (ni he conocido a
nadie que tenga) la impresión de que eso vaya a ocurrir con el Plan
Bolonia -quien quiera darse un paseo por las universidades recién
reformadas podrá ver que sus campus, incluso los nombrados "excelentes",
siguen sin tener aún una atmósfera oxoniense, y que incluso son un poquito
más cutres que antes y más parecidos a los patios de recreo de la ESO-;
tampoco me parece que vaya a ser este el resultado de la aplicación de la
burocracia delirante de las Agencias de Evaluación y del fascinante
Estatuto del Profesorado que permitirá llegar a catedrático a base de
ocupar puestos de gestión y con un cero en investigación (véase La
universidad que viene: profesores por puntos, tribuna de J. A. de
Azcárraga, en EL PAÍS del 3-3-2011). Finalmente, descreo también de que se
vaya a alcanzar este objetivo practicando lo que el profesor José
Montserrat, en una carta al director, llamaba acertadamente el
"nacionalismo científico" defendido en estas mismas páginas por los
profesores Ortín y Álvarez (No hay ciencia sin competición, EL PAÍS del
12-3-2011) y por todos los que nos marean con los famosos rankings de las
mejores universidades del mundo.
Y no es que yo niegue la validez de estas clasificaciones: eso sería por
mi parte tan estúpido como dudar de la eficacia del rating de la deuda por
parte de las agencias de calificación del riesgo financiero, cuando veo la
eficacia con la que disminuyen mi salario todos los meses. Pero así como
los más de 3.000 firmantes del Manifiesto de economistas aterrados (Pasos
Perdidos, Madrid, 2011) tienen dudas de que los mercados sean los mejores
jueces de la solvencia de los Estados, yo también albergo algunas sobre la
imparcialidad de esas clasificaciones, que guardan con la excelencia
científica una relación parecida a la de la lista de Los 40 Principales
con la calidad musical: nos dicen qué es lo que más se vende (y, en ese
sentido, lo más competitivo), pero no siempre lo más vendido es lo mejor
-espero que se me dispense de tener que argumentar exhaustivamente esta
afirmación, acerca de la cual puede consultarse el instructivo Adiós a la
Universidad, de Jordi Llovet (Galaxia Gutenberg, 2011).
Si nos llenan de admiración nombres como los de Oxford y Cambridge no es
solo ni principalmente porque aparezcan en los primeros puestos de un hit
parade del mercado del conocimiento que se publica desde hace cuatro días.
Como señalaba Juan Rojo, para conocer la calidad de una universidad "no
hace falta ningún formulario, ni el seguimiento del número de tutorías, ni
el control del número de alumnos por clase. Ni siquiera hace falta usar la
palabra Bolonia. Basta con atenerse a su prestigio científico reconocido".
(El segundo principio de la termodinámica, EL PAÍS del 31-3-2011). Esa
superioridad se debe, entre otras cosas, a la tradición que ha convertido
a esas instituciones en lo que algunos llaman despectivamente "mausoleos
de sabiduría", tradición que no hace reposar la excelencia solamente en
llegar el primero a la meta (que no es precisamente el origen de la noción
de "excelencia" que tan orgullosamente manejan hoy los partidarios del
Espíritu Deportivo), sino ante todo en la autonomía del saber científico
con respecto a los poderes económicos y políticos que siempre han tenido
la tentación de controlar el conocimiento y de ponerlo a su servicio,
siendo su independencia uno de los signos distintivos de las universidades
desde que la ciencia se separó de la magia y de la teología.
Y este es uno de los motivos por los que me parecen preocupantes la
confianza en la autorregulación del mercado del conocimiento mediante la
libre competición -una creencia sobre la cual la actual situación
económica mundial podría arrojar al menos algunas dudas- y la pretensión
de sustituir las viejas universidades por nuevos "centros de producción de
conocimiento". Pues, como señala acertadamente Simon Head en su comentario
del último enero a El capitalismo académico y la nueva economía (Johns
Hopkins U.P., 2011) en la revista de libros de The New York Times, lo que
amenaza la calidad y la libertad académica de las universidades (incluidas
Oxford y Cambridge) son los procedimientos de evaluación que hacen
depender su continuidad y su sostenibilidad de parámetros fijados en
términos extracientíficos, concretamente de la rentabilidad en la
producción de conocimientos que tanto defienden los patrocinadores de los
rankings universitarios, porque en este caso se corre el peligro de que
-solo es un ejemplo- sean las empresas farmacéuticas las que decidan la
orientación de la investigación en química orgánica o las Consejerías de
las comunidades autónomas quienes determinen la dirección de los estudios
de filología clásica. Por supuesto que puede uno defender, incluso por
motivos patrióticos, ese modelo de producción competitiva para el mercado
del conocimiento, pero quien lo haga debe admitir claramente que comporta
la destrucción de las universidades ilustradas modernas tal y como las
conocemos desde el siglo XVIII, del mismo modo que algunos dicen
-basándose en clasificaciones completamente objetivas con respecto a la
pujanza de los llamados "países emergentes"- que la democracia resulta
poco competitiva en una economía globalizada.
En cuanto a las observaciones de psicología profunda y antropología
fundamental sobre la esencia competitiva de la naturaleza humana con las
que a veces se sazona esta polémica, su carácter puramente ideológico y
vacío resalta claramente en el contraste entre la grandilocuencia de su
retórica y la pobreza y confusión de sus argumentos (no se puede defender
a la vez el carácter cooperativo y competitivo de la ciencia). Lejos de
mí, en cualquier caso, la intención de minimizar el alcance del afán de
gloria a lo largo de la historia de la humanidad: nunca faltaron guerras
para atestiguar su inequívoca importancia. Pero si, a pesar de nuestros
inveterados instintos bélico-deportivos, admitimos que no todo vale para
ganar -pues el asesinato, la extorsión, el chantaje y la violencia son
altamente competitivos y sin embargo los castigamos-, es que aceptamos que
hay algo más importante que la competición misma, algo que es de otro
orden que ella y a lo que ella debe someterse y que ha de limitarla, algo
que los clásicos llamaban verdad, justicia y belleza (tres marías que, ay,
tampoco van a salir en los rankings de la producción de conocimientos),
algo que seguramente sigue pesando en el hecho de que, fueran cuales
fueran los resortes psíquicos de los hombres que hicieron los
descubrimientos correspondientes, todavía nos da un poquito de vergüenza
decir que el teorema de Pitágoras, la ley de caída de los graves de
Galileo o la teoría de la relatividad especial nos parecen admirables
porque son muy competitivos.
Y es que la competitividad no deja de ser una relación entre los hombres.
La ciencia, por el contrario, es primariamente una relación con las cosas
que, por ser irreductible a las rivalidades humanas, puede a veces servir
para hacer una paz digna entre mortales. Pero cuando la verdad acerca de
las cosas se subordina a las ambiciones y rivalidades de los hombres,
aunque ello suponga éxitos económicos o políticos a corto plazo, puede
suceder que los puentes elevados bajo ese principio se derrumben al primer
vendaval o que los edificios erigidos sobre esa base se vengan abajo
dejando a la intemperie a sus habitantes, a pesar de haber ocupado en las
clasificaciones mundiales un puesto tan glorioso como el de Lehman
Brothers unos días antes de su quiebra, porque la naturaleza acaba
sancionando -a menudo de forma poco diplomática- la miopía, la
irresponsabilidad y la incompetencia de ese punto de vista tan deportivo
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